Procesos de traumas urbanas. Silencios de memoria en Monterrey


Cantina de barrio. Centro de Monterrey, Nuevo León, México.

Fuente: Miranda López


Monterrey es una ciudad silenciosa. Pese a lo que pueda palparse al primer contacto con sus avenidas llenas, sus industrias insomnes y sus mitos tejidos con hilo de faramalla, Monterrey calla. Y el silencio es un refugio, asemeja la silueta del olvido e incluso, después de un largo tiempo se viste de sanación. Es ese mutis el cobijo de décadas, siglos incluso de laceración. Una historia moderna que nace en medio de un exterminio, que fabrica como escudo al legendario emprendedor (hecho a sí mismo), aunque sean las manos de migrantes las que levantan la ciudad, y que pervive gracias y a costa de un multinivel de vulneraciones que llevan el sello de casa: el aturdimiento y la negación.

Y es que, como diría Zaida Muxi “no es lícito mirar solo a la arquitectura de los poderosos, sino que la clave está en visibilizar las injusticias, ver los sectores más vulnerables de nuestra sociedad, para conocer las grandes heridas que deberían sanarse” (2013). Así, la Sultana del Norte (identidad coloquial de Monterrey) se ha construido sobre lesiones que no cierran y que se marcan a cada cuadra y en cada nueva torre fotocopiada de la anterior.

Monterrey es conocida por su mala calidad del aire. Si no puedes respirar, menos podrás hablar o gritar. Es también una ciudad de casas vacías, esperando su turno en la rueda especulativa del mercado. De los trayectos que duran de dos a tres horas para poder llegar al trabajo, y donde la planificación urbana negligente posa su existencia en cada parada de autobús, dejando muy en claro que las personas de a pie no necesitan, al parecer, resguardarse del frío, calor y lluvias abrumadoras que son característica endémica de esta tierra, y para las cuales, al parecer después de tantos siglos, aún no está preparada la ciudad.

Y bien, es necesario recordar que desde los años 80 sufre del virus gentrificador, cuando por ordenes y planes de Alfonso Martínez Domínguez (entonces gobernador del estado y ex regente del Distrito Federal) despojaron a las familias que vivían en las 40 manzanas sobre las que hoy se encuentra el legado del que fuera uno de los principales responsables del halconazo1. La Macroplaza descansa sobre las ruinas invisibles del centro histórico de Monterrey, así como sobre los vestigios de lo que hoy apenas imita el llamado “Barrio Antiguo”.

Qué grises cielos manifiesta esta urbe, se podría decir, tan obscuros como las nubes de humo que levantan las pedreras al comerse las montañas. Sin embargo, ante el trauma, la resistencia. Y es ahí donde habrá que diferenciar los silencios: aquellos que callan la memoria y aquellos que la conmemoran.

El borrado de memoria institucionalizado desde los discursos empresariales y gubernamentales reproduce la dicotomía del espacio público y privado: un espacio público impío, destinado solo a la fuerza productiva bruta, la meca económica y política de la ciudad, el terreno de conquista masculino. Mientras que el último y único refugio permanece desterrado, en la vivienda amurallada, la sede de los cuidados, el consuelo secundario que sostiene lo comunitario: el espacio privado.

Sin embargo, el discurso oficial hace agua en la cotidianidad. Como nombra Valdivia (2018) es necesario cuestionarse esta dicotomía, sobre todo teniendo en cuenta que hace referencia solo a algunas realidades, aquellas que podemos identificar como burguesas y eurocéntricas. Es en el entendido de esta diferencia de escenarios que puede replantearse la mirada y reconocer en las propias prácticas cotidianas una re-creación del espacio, la ciudad y los roles de género, ello a partir de la resistencia que se asume, día a día, frente al sistema capitalista y patriarcal, la cual surge no del privilegio, sino de la necesidad y deseo de vivir.

Por tanto, allí donde el acallar las voces y las memorias usa el disfraz del aspiracionismo, pretendiendo una homogeneidad inexistente, es donde toma lugar el quehacer comunitario. Ante un constante y remarcado embate de violencia, de dolor y despojo, es que surgen en Monterrey a partir de la década de los 60 movimientos comunitarios de defensa del territorio, por el derecho a la vivienda y la ciudad, con una solidez de magnitud equiparable, pero directamente opuesta.

Uno de los movimientos más notables nace desde la conciencia de la relación cuerpo-territorio impulsado por las y los habitantes de los basureros de Monterrey, migrantes desplazados y personas diversas que alejadas de su tierra y después de una vida de explotación fueron descartadas por el sistema mismo que les prometió una nueva vida en Nuevo León. Es a partir de nombrar-se, sentir-se y reconocer-se, que se plantean los procesos de resistencia desde el colectivo y el cuidado. Como nombra Zaragocín (2020) no hay una diferencia ontológica entre el territorio y el cuerpo, lo cual permite observar sin paños las obligaciones estatales, los derechos negados y las acciones necesarias a realizar.

El movimiento Tierra y Libertad vuelto un frente colectivo de diferentes colonias y barrios autoconstruidos, no solamente logró el reconocimiento legal y la posibilidad de una vida digna para sus habitantes, sino que lo hizo con base en el rescate de los espacios comunitarios, de la construcción colectiva de la ciudad, generando procesos asamblearios públicos, teniendo en el centro procesos educativos y promoviendo una ciudad de los cuidados, haciendo fehaciente que la tierra es de quien la trabaja o en este caso el barrio es de quien lo habita.

Han pasado ya más de 60 años. Ha pasado una guerra contra el narcotráfico, la desaparición de cientos de personas y el sentimiento de fragilidad e impotencia que se queda recorriendo la memoria-cuerpo-territorio. Monterrey calla, sí, pero es un silencio muy otro al impuesto. Es una solemnidad consciente, es el nombre de Damaris, de Roy, de Maye, que están tatuados en cada esquina, barda y recuerdo. Es el movimiento de la colonia Independencia parando un megaproyecto, exigiendo el cese de otro y reivindicando su loma como un espacio protegido. Son las resistencias de vecinos a lo largo y ancho del municipio colaborando en casas, parques y colectivos. Es un silencio que no es silencio, que es memoria en movimiento.

El recordar duele, pero es en la comprensión de ese dolor que podemos re-encontrarnos, que se nos abre una breve brecha de luz, la decisión del porvenir y la redención de prevenir el dolor a quienes vienen y quienes ya están aquí. Es recordando, rescatando la memoria colectiva impresa en las calles, en las plazas y las montañas (haciendo visibles las heridas) que podemos rescatar la historia de tantas mujeres (sobrevivientes, víctimas y líderesas) y exigir la reparación de los daños.

Ha sido enorme el impacto en la construcción del género a partir de los procesos de despojo ocurridos en la ciudad (el miedo como sello, los secretos de familia, el refugio en la privatización de los espacios), pero también la respuesta de supervivencia, construida desde un feminismo muy propio del noreste se planta desde la defensa de nuestros barrios y encarna en sí mismo la protección de la radical idea de que otra ciudad es posible.


1El halconazo es la forma coloquial en la que es conocida la matanza del jueves de corpus (10 de junio) sucedida en la Ciudad de México (antes Distrito Federal), en 1971, tres años después de la matanza de 1968. Hace referencia a cuando la manifestación estudiantil en apoyo a los estudiantes de Monterrey fue reprimida violentamente por un grupo paramilitar al servicio del Estado llamado Los Halcones.


Bibliografía:

MONTANER, J.M. y MUXÍ, Z. (2013). Arquitectura y política. Ensayos para mundos alternativos. Gustavo Gili. Barcelona. pp. 157-169.

VALDIVIA, B. (2018). Del urbanismo androcéntrico a la ciudad cuidadora. Hábitat y Sociedad, N° 1. pp. 65-84.

ZARAGOCIN, S. y CARETA, M. A. (2020). Cuerpo-Territorio: A Decolonial Feminist Geographical Method for the Study of Embodiment. Annals of the American Association of Geographers, DOI: 10.1080/24694452.2020.1812370


Ensayo escrito por Miranda López como ensayo final del curso Género y producción del espacio urbano

Carla Miranda López García, es Psicóloga Social de formación y feminista de convicción. Ha trabajado con procesos de enseñanza-aprendizaje como docente en nivel medio-superior y como formadora en el proyecto Comunidades de Aprendizaje. Tiene experiencia en trabajo de prevención de violencia de género.

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